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El nudo en la garganta crece. Viene
creciendo progresivamente desde que subió al auto. Con el brazo colgando en la
ventanilla y tamborileando a veces la puerta para mitigar la ansiedad, siente
el viento fresco de una circunvalación que le regala una noche que no es de
otoño pero tampoco de verano. Mira hacia afuera para que no le vean las
lágrimas, y cada tanto asoma apenas la cabeza para despeinarse y así poder limpiarse
los ojos sin que lo noten.
Gema y su mamá hablan pero él no
escucha. En la radio pasan canciones que ya
no suenan. No hay luna en la noche que verá de nuevo a su abuelo.
Capítulo IX: Sombra del fuerte abuelo
Lucas bajó primero del auto y
enfiló decidido por el portoncito bajo de la entrada, que crujió oxidado a
pesar de estar engrasado. La baldosa floja del primer paso estaba ahí, como
siempre estuvo, y su pie bailó al pisarla. Un viejo balde naranja, que supo ser
rojo, rebalsa lentamente alimentado por las gotas que caen de la manguera
enchufada; algún jazmín ya seco o arrancado o una dama de noche que no llegó
al 2015 son quizás los destinatarios del chorro humilde. El jardincito del
frente, cortado al medio por las viejas baldosas, le da la bienvenida a Lucas
entre grillos y perfumes olvidados. Atrás se escuchan los portazos del auto.
Adelante se presentan cálidas las paredes calentadas por el último sol de la
tarde. El nudo en la garganta crece.
Antes de abrir la puerta Lucas
mira atrás sobre su hombro: viaja a los cumpleaños de noviembre, celebrados en
familia en el costado derecho del jardincito donde su abuelo estacionaba su
viejo Falcon, que ya no está, y que dejaban en la vereda para poner las mesas.
Él siempre regaba el cemento y echaba tierra sobre las manchas de aceite, o lo
mandaban a poner las sillas (¡Dios, cuánto odiaba poner las sillas!). Mira
sobre su otro hombro y ve el costado izquierdo, lleno de rosales hermosos pero
traicioneros, amantes de pinchar pelotas. El portoncito se queja, Gema cruza la
entrada pero no se percata de nada. Lucas agarra el picaporte, lo tira hacia
abajo y cierra los ojos. El nudo en la garganta crece.
Quien cruza la puerta es la misma
persona que unos años después (o antes) entraría destruido a buscar la vieja guitarra
criolla de su abuelo, regalo póstumo que prometió restaurar y aprender a tocar pero
que nunca usó. Quien cruza la puerta es la misma persona que casi no lloró esa
tarde de septiembre en que encontró adentro a toda su familia, menos a su
abuelo. Es la misma persona que en los años anteriores a la partida nunca
visitó, salvo por esas cenas opacas del Día del Padre o el cumpleaños poco
concurrido de principios de noviembre, a esa persona que guardaba historias que
se fueron sin ser contadas. Es la misma persona la que cruza, pero no el mismo
Lucas.
El nudo en la garganta crece, y
hasta el chirrido agudo de la puerta le trae nostalgia. Un perfume lejano a loción de afeitar lo invita a pasar y a hacer memoria. Un aroma a veranos de
sandías y el gusto a inviernos de sopaipillas le dicen que entre, a la vez que la
ilusión de los instantes previos a las doce y el color de una bengala le recuerdan
que allí se celebraron incontables navidades. Una risa de rumy y un grito
de truco retumban silenciosos en el living, y el olor al asado dominguero le asegura
que por esa puerta se entra a la felicidad. Primos que ya no ve, tíos que ya no
están, tonadas y valsecitos criollos que ya no se tocan, tardes en familia
guarecidas en paredes que en el 2015 protegen a otras personas. La puerta que
tantas veces cruzó, inocente y hasta apático, le abre el camino hacia un
pasillo que esa tarde no atravesó. Todo es sombra y penumbra, formas borrosas y
recuerdos, hasta que cruza el dintel.
-
- Abu, ¿nos cantás una canción?
- - Sí, cómo no. ¿Cuál quieren?
- - No sé… Una que te guste mucho.
- - Una que me guste mucho… Es difícil, Luquitas:
todas las que canto me gustan.
- - Bueno, entonces cantá la que me gusta a mí…
- - ¡No! No vale que cantés la que le gusta a él –interrumpieron
los demás primos.
- -Pasame la guitarra, Vivi. Voy a cantar la que
le gusta a Lucas –todos reprocharon- y después les canto la que les guste a
ustedes, ¿quieren?
El portoncito se cerró y las rejas
del frente vibraron. Lucas ya cruzó la puerta hacia su niñez. El nudo en la
garganta crece.
Avanza por el pasillo que da al living y el
aire fresco de la noche le recuerda los mediodías de domingo. Ese pasillo estaba
fresco todo el año, sobre todo en las siestas de verano, aquellas interminables
horas de silencio forzado y de pericanas parraleras, de cornetas de heladeros y
bombitas reventadas en la vereda. Los otoños de olor a pan tostado en la tarde,
el pescado frito de Semana Santa, el silencio de la mañana sólo cortado por la
radio AM de un lunes sin escuela. Era el nexo entre la fría calle de invierno y
la cuchara revolviendo el tecito de las cuatro. Refugio de los zondas de agosto
y las primeras lluvias de primavera. Depósito de zapatos de Epifanías y garaje de
bicicletas aventureras. Ese pasillo siempre estuvo vivo y nunca lo notó, nunca
lo disfrutó como lo hacía ahora que con la punta de los dedos iba sintiendo su
pared, fresca también, lisa, con caricias de décadas.
El piso brilla a la luz amarilla
de ese foco que él siempre creyó eterno. Las baldosas que en algún momento
fueron nuevas ahora están descoloridas y desparejas. Los adornos, los cuadros,
las carpetas sobre la mesa y los aparadores. Avanza tan lento que Gema y su
madre le piden permiso y lo rebasan.
El nudo en la garganta crece.
Besos protocolares se escuchan en
la cocina, búnker de un viejo que transita sus últimos años. El pasillo y el living
quedan atrás y a la izquierda se asoma el comedor, lugar que atesora imágenes
borrosas de almuerzos de Pacuas y refugio de tardes de chaya; aula de deberes
tras la escuela, hogar de carameleras saqueables y platos abundantes
compartidos en familia.
Las sillas con respaldo alto
conservan el barniz que hace cinco años le pusieron y nunca llegó a gastarse.
Hay papeles sobre la mesa que tienen tierra de semanas, evidenciando un recodo
poco visitado en ese hogar. Lucas igual entra, acariciando ahora la mesa y las
sillas… levanta uno de los papeles y ve que es una vieja boleta de la luz. La fecha es por el bimestre enero-febrero
de 2006. La ventana que da a la calle está cerrada. Una carcajada olvidada para
siempre y que proviene de la cocina lo saca de la cifra a pagar. El nudo en la
garganta crece, ya casi insoportable.
En un rincón espera apagado el
viejo grabador setentoso, con las teclas rotas y las letras borradas. El dial
está religiosamente puesto en Radio Colón.
-
- Luquitas, ¿le pediste permiso a tu madre para ir?
-
- Sí, dice que me porte bien y que te haga caso en
todo…
-
- Bueno, vamos que la carrera ya pasó por el
puente de Caucete.
Apaga la luz del comedor y en oscuras cae la
primera lágrima. Sale al pasillo y a la derecha está el baño, con su puerta
entreabierta. De allí
sale una brisa fresca también, perfumada con ese olor a cuarto viejo pero
limpio que él siempre asoció a ese
baño. Con el aire viene el sonido de la gotera perpetua de una canilla rebelde
que nunca quiso cerrar bien, y el recuerdo de la primera afeitada frustrada con esa guilette vieja hecha para manos hábiles. Viene también la vergüenza de tener que ir al baño con la casa llena de familiares, el olor del jabón al lavarse las manos antes de comer. En la penumbra se ve que los azulejos son verde
claro, un color casi imperceptible, con flores pequeñas y gastadas. En algún
momento ese baño supo ser de un verde vivo y con flores frescas como las que
adornaban en primavera el patio trasero.
Ese jardín interminable de pájaros libres y frutales generosos, de parras frescas custodiando la larga galería. Santuario de madrugadas y estrellas, templo de vinos entre amigos y amaneceres inoportunos. Allí se ve él remontando un volantín entre los árboles, y a Gema trepándolos para bajarlo. Ve el viejo horno de barro que ya no está, los trastos que oficiaron de escondite y la piecita llena de avispas a donde nadie se animaba a entrar.
El nudo en la garganta está a punto de
asfixiarlo. Un poco más atrás de la puerta del baño está la de la cocina, cerrada. Alguien quiere salir pero se queda conversando. Una línea fulminante
separa el marco de la puerta. El picaporte está bajo. Lucas no se puede mover.
El nudo en la garganta ya no
puede crecer más.
La puerta se abre, dejando ver a
las personas que hay en el interior. Gema sale hacia el baño, chocando a un
inmóvil Lucas.
Las piernas le tiritan. El corazón
suena en su pecho. El ritmo baja pero el golpe aumenta. Aprieta sus dientes.
Cierra sus manos. Llora. Llora más que esa tarde de septiembre. Llora mientras
corre a la cocina. Llora mientras ve a su abuelo sentado en la silla de totora
en el extremo de la mesa. Llora al escucharlo decir su nombre. Llora al sentir
su cuerpo al abrazarlo como en su puta vida ha abrazado a alguien.
El nudo en la garganta explota en
un ancestral y sincero grito:
- ¡Abuelo!
Y todavía sigo esperando
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