jueves, 9 de junio de 2016

Angaco y su antipatía por las leyes universales de la Física


Cierta vez viajé por trabajo a Angaco, en el noreste sanjuanino. No recuerdo bien qué clase de negocio iba yo a cerrar con un cliente, o con un socio; sinceramente no lo recuerdo: el shock de lo que vi en aquellos pagos me hizo olvidar muchas cosas. 
Sí rescato de mi memoria la tozudez del lugar, de la geografía, de su gente y de sus cosas, en burlar las leyes más elementales de nuestro universo. Paso a comentarles cómo es esto:
Mi 3CV navegaba por la calle Rodriguez rumbo al Este, saliendo ya de Chimbas. Era una mañana de primavera como cualquier otra, y francamente no le prestaba mucha atención ni al camino ni al paisaje. Simplemente miraba hacia adelante. De un momento para otro, cuando doblé por Nacional (o Eva Perón) hacia el norte, sentí como un sacudón; como cuando uno entra al baño cargado de vapores de una ducha bien caliente: un golpe, una barrera invisible.
No le di mucha importancia. Tratándose de mi querido San Juan, no era de extrañar que yo me hubiese topado con una bolsa de aire cálido, de esas mismas que usan los planeadores y los cóndores para volar, así que seguí.
Por ese momento mi Citroën cruzaba los últimos metros del departamento San Martín, y Angaco se me presentaba próximo. Crucé la calle que separa ambos municipios (sin mucho cuidado, debo admitirlo) y ahí fue cuando comenzó mi pesadilla. Lo primero que noté es que el motor del auto dejó de hacer su característico ruido. Aceleré para comprobar si todavía andaba, y me sorprendí al ver que mi máquina pegaba el tirón hacia adelante.
A los pocos instantes volvió el ruido, pero con un atraso, con un delay de unos cuantos segundos. Escuché mis acelereadas de prueba como si de una película mal doblada se tratase: después (mucho después) de haberlas realizado. Decidí hacer otra prueba.
Se me ocurrió tocar la bocina un par de veces, para ver si el retraso se cumplía como con el motor, y me escandalicé al ver que el claxon de mi 3CV amarillo sonaba antes de que yo apretara el botón. Es decir: el ruido del motor tenía un delay de unos cuantos segundos, pero el sonido de la bocina se me adelantaba.
Grité, para ver si el efecto acústico se repetía en mí, pero no pasó nada: yo no tenía ningún problema. Me estremecí en mi asiento y detuve el auto cerca del Colegio Cacique Angaco. Me bajé. Levanté el capó para ver qué andaba mal, y constaté que el motorcito estaba regulando, pero el ruido seguía acelerado. A los segundos llegó recién la calma del motor en ralentí. Cuando lo paré, el silencio tardó 7 segundos exactos en llegar.

Miré a mi alrededor y nada parecía estar mal. Concluí que algún ingeniero francés me estaba jugando un chiste de mal gusto, así que decidí caminar hasta el lugar de mi cita laboral. Lo que pasó más adelante me dejó atónito.
Una señora levantó el brazo en clara señal de parar el colectivo, a pesar de que éste no se veía por ningún lado. De todas formas, la mujer se acomodó, buscó plata en su cartera y levantó el pie, como para subirse nomás. Se agarró de un pasamanos imperceptible y se perdió en las entrañas de un 18 invisible. Apuré el paso, por las dudas, y en una esquina en la que no venía nadie (miré dos veces para cada lado, por si acaso) una bocina desesperada me chilló a unos metros de distancia, seguido del ruido terrorífico de una frenada de emergencia. Les juro, desconocidos lectores, que allí no había auto alguno, pero sí se sentía el olor a la goma quemada.
Cuando se me pasó el susto, me quedé sentado en la vereda, perdido en mis pensamientos y sin saber qué hacer. A los cinco minutos vi que un polo negro frenaba de golpe, esquivaba algo y seguía camino. Todo en silencio, como en una película muda. Nadie más que yo parecía haber visto el auto. Nadie más que yo parecía notar que algo no andaba bien en Angaco.
Decidí seguir. Crucé corriendo la calle con los ojos cerrados, entregado a cualquier peligro invisible, pero no pasó nada. La gente me miraba con cara rara, como si estuviese loco. Bajé la cabeza y le metí, ignorando a los pájaros que pasaban volando en cámara lenta frente a mi, o a los baldes que regaban las veredas sin que nadie los sostuviese.
De pronto, como saliendo de la nada, la chica más hermosa que yo hubiese visto se me cruzó y se me quedó mirando. Habrá tenido veintitantos, ojos verdes y con el pelo castaño brillante ante el sol angaquero. Nos miramos por unos segundos. Yo, como un tonto, seguía caminando mientras la admiraba. Me di vuelta y seguí para atrás, como los enamorados de los años 40. Me sonrió.
Yo seguía caminando para atrás, haciéndole caritas y guiños que ella me devolvía con risitas pícaras y mordiditas de labios. Mi corazón se salía de mi pecho: ya la amaba.
Cuando me estaba por decidir a acercarme a ella, y sin darme cuenta, choqué contra un árbol, al que no vi de puro encamotado. De él cayeron hojas marchitas, y un viento helado me hizo estremecer. Comprendí de inmediato que bajo la sombra de ese álamo las estaciones venían atrasadas. Era otoño bajo sus ramas, pero primavera fuera de él. Miré de vuelta y mi castaña de ojos verdes ya no estaba.
Un viejo se me acercó y me preguntó la hora. Las diez y media pasadas, maestro, le dije mirando mi celular. El hombre entrecerró un ojo, me miró de arriba a abajo y me dijo:
- Sé lo que le anda pasando, buen hombre. Angaco lo tiene perdido.
Le dije que sí, que efectivamente lo que percibía era raro, como si todo estuviese embrujado. Me dijo que nadie recordaba desde cuándo pasaba esto, pero que tenía pinta de ser añejo el problema.
Me convidó a sentarme bajo el álamo y me prestó un abrigo. Me confesó que era profesor, que hacía mucho que vivía allí y que sabía perfectamente lo que pasaba: en Angaco cada persona, cada objeto, cada cosa tiene su propia línea temporal; distinta del resto, independiente entre sí, pero interconectadas, como en el resto del Universo.
“Una piedra cae y levanta polvo, como en todos lados. Pero a veces sucede que el polvo se levanta antes de que caiga la roca, o aveces lo hace meses después. Ver a alguien por la calle no es garantía de que esa persona haya pasado por allí a esa hora. Quizás usted ve un auto cruzar una esquina a las cuatro de la tarde, pero desde el punto de vista del conductor, él pasó a las nueve de la mañana. Y la cosa de complica, mijo. El ruido de ese auto puede tardar décadas en escucharse, o a lo mejor ya lo oyeron mis abuelos.” Ante mi asombro, continuó diciendo:
“Cada estimulo tiene su reacción, evidentemente. Pero no existe conexión temporal (y por lo tanto espacial) entre ellos. Hay niños que lloran rodillas que aún no se raspan, y viejas que gozan orgasmos que tuvieron en su juventud. A veces a uno le sorprende un eructo en plena charla, producto de guisos que ya se han olvidado. Dicen que en Las Tapias hay un chañar bajo el cual el tiempo pasa más rápido. Allí, un día es casi un año. Hablan también de una calle, creo que es la del Bosque, en donde llueve siempre, independientemente de si hay nubes o no. Algún día parará, creo, y se cobrarán los días soleados que se vienen debiendo.”
El viejo se paró y se fue, como quien no quiere la cosa, pero su voz seguía sonando, allí, como si nunca se hubiese ido: “Algunas veces las lineas temporales coinciden, pero otras veces no. En verdad, todo es muy caprichoso aquí. Vea ese perro. Mire qué ligerito que camina. Pues bien, ese animal tiene el tiempo rápido. Para él el mundo es una seguidilla de cosas lentas y aburridas, salvo que se tope con alguien o algo que tenga el mismo tiempo que él. Aquella paloma vuela en cámara lenta: le pasa todo lo contrario que al perro. Venga, acompáñeme que le muestro una cosa” y allí la voz se fue, y tuve que apurarme para seguirla.
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Mi Citroën se veía a lo lejos, descascarado, abandonado. Tenía la pinta de los autos tirados en las chacaritas, como si hubiesen pasado años desde que me fui. La Luna salió, gigantesca, detrás del Pie de Palo. Iluminaba como si fuese de noche. Un hombre caminando hacia atrás casi me choca, y al pasar lo escuché decirme: “animac ednód rop eriM. pnasiap ,odadiuc agneT” y comprendí de inmediato que el fulano tenía el Tiempo al revés: “Pobre tipo -me dijo el viejo cuando lo alcancé- nació anciano y se va poniendo cada vez más joven. Lo que está arreglado lo rompe, y llora amores que todavía no ha perdido”.
Angaco… nunca más volví a ir. Le di la mano al viejo y me despedí a las apuradas. Me subí al oxidado y mugriento 3CV y cuando estaba pegando la vuelta, escuché, al ladito mio, la voz del viejo diciendo “Que le vaya bien”. Crucé el límite departamental y la atmósfera se puso liviana, como cuando salimos de un ambiente caldeado a la fría calle. El ruido del motor se sincronizó, la pintura se restauró.
Miré para atrás y todo parecía normal. Al llegar al Centro una reflexión me cruzó la cabeza: ¿Me habrá mirado a mí la castaña de ojazos verdes, o habrá visto una sombra atemporal de mí mismo? A lo mejor ya me ha besado, y todavía no siento sus labios.
Esperaré pacientemente. Quién sabe… quizás un otoño bajo las ramas de un álamo sienta un beso pasajero y cálido, señal inequívoca del amor angaquero, que llega cuando uno menos lo espera.

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