martes, 31 de mayo de 2016

La verdadera historia del chocolate

La industria cinematográfica sanjuanina vivió su época dorada hacia principios de 1980. Los títulos locales competían a la par de cualquier film foráneo tanto en calidad actoral como en argumental o técnica, aunque los números de las taquillas no reconocieron tal mérito. Este boom no fue casual ni espontáneo. No. Respondía a toda una corriente de pensadores, hacedores y amantes del cine que se instalaron en San Juan a fines de los 60 de la mano de Severino Balmundio, el célebre investigador social.
Las razones que llevaron a estos cinéfilos y cineastas a acomodarse en estas latitudes son nebulosas, como casi todo lo que rodea a Balmundio. Existen versiones que hablan de un asado que compartió con algunos directores y productores en Carlos Paz, donde habría hablado maravillas sobre una ordenanza municipal para impulsar la industria del celuloide en Chimbas. Otro rumor le endilga al investigador ciertas mentiras (ahora piadosas, vistas con la perspectiva del tiempo) que llevaron erróneamente a muchos pensadores del cine a creer que en la tierra del buen sol prosperaba una industria fuerte y sustentable. Incluso, algunos detractores insisten en definir como la razón principal del asentamiento de los cinéfilos a una apuesta que habrían perdido. La naturaleza de tal desafío no escapó a los embates del tiempo y parecería haber quedado sumida en el olvido; o encerrada en alguna boca políticamente correcta que no quiere manchar a nadie.
Pero dejando esas cuestiones triviales de lado, lo cierto es que a partir de 1971 la presencia de estos eruditos se hizo notar en las producciones cinematográficas locales, principalmente porque antes de su llegada no se filmaban películas en San Juan. Pero más allá de este dato, también hay que remarcar que los films nacidos en esta tierra presentaban una calidad técnica destacable y una línea argumental bastante cuidada. Los directores tenían mucho peso en la obra y cada capricho suyo era dejado en el corte final. Los guionistas tenían tanta libertad que las historias que se narraban eran fabulosas, exquisitas.
La primera producción local vio la luz en el otoño de 1971. Villicum, tal es el nombre del largometraje, duraba tres horas y veinticinco minutos y narraba la historia de un hombre parco y rudo que no dejaba que nadie supiese de sus emociones. Ciertas damas agraciadas pretendían conquistarlo pero él se mostraba frío y distante, no obstante su alto perfil social y profesional. Cuando una joven se enamora profundamente de él, cae derrotada por su hermetismo. El paralelismo entre el hombre duro (el cerro Villicum) y las personas que pretendían acercarse a él (la gente que quiere escalarlo) no fue captado por el público. Muchos se preguntaban qué tenía que ver el título con la historia, y en esto tenía mucho que ver que el director, Estanislao Acosta, y los guionistas del film, que habían ideado la trama una tarde de domingo que pretendieron escalar el mencionado cerro y no pudieron. De ahí a hacer una película sólo hay un presupuesto de distancia.
La segunda producción sanjuanina en proyectarse fue Éfac, un film altamente conceptual que mostraba en sus primeras imágenes a una mujer tomando café en un bar céntrico. Los minutos iniciales transcurren amenamente gracias a una fotografía impecable y a un ambiente musical sublime. Pero la cuestión cambia cuando la taza se llena a cada sorbo en lugar de vaciarse. El público caía en la cuenta recién ahí que lo que iban a presenciar durante las siguientes dos horas era una película pero al revés: se aprecian personajes que llegan y se sientan cuando en realidad se habían despedido y las charlas suceden con ademanes invertidos. La mujer no habla en toda la película, aspecto que realza el murmullo de fondo que no termina de saberse si está al revés o no. Para complicar más las cosas, el film (que tiene introducción, nudo y desenlace perfectamente reconocibles) termina con la misma mujer sentada esperando a que le traigan el café. Muchos incautos creyeron leer en esa idea un concepto rebuscado, algo como que la vida se nos pasa entre espera y espera, o que uno puede abstraerse tanto en sus pensamientos que prácticamente los demás pueden ir al revés y esto no nos va a afectar. Pero estaban errados: la secuencia que muestra a la mujer sentándose (entiéndase, parándose) y pidiendo un café fue cortada intencionalmente para generar controversia y confusión. La película sólo se trata de una mujer que llega, pide un café y se lo toma, pero al revés. Arte puro.
El nivel de las películas de la Escuela de San Juan fue creciendo con los años y con cada obra. El cine francés y el sanjuanino era indiferenciable. Sólo se sabía que estaba filmado en la provincia cuando los actores pronunciaban las erres. La complejidad de las tramas y de las técnicas de dirección alcanzó niveles soviéticos para la primavera de 1976. El público directamente no las entendía. Pero los ingeniosos siempre ven un buen puerto en cada adversidad, y así nació un negocio paralelo de la complejidad fílmica: los institutos de interpretación de cine.
Estos lugares no eran otra cosa que academias con estudiosos y cinéfilos cercanos a los directores y guionistas, que aprovechaban una amistad o vecindad para lucrar explicando los filmes. Era usual que un sanjuanino acudiera el sábado al cine, disfrutara de una película local y durante la semana hiciera un curso para entenderla. Estas clases implicaban un marco teórico y biográfico acerca de los creadores de la obra, un visionado colectivo e individual del film y una posterior exposición de lo aprehendido. Naturalmente la evaluación final era sin nota, pero los profesores calificaban a los cursantes: aquellos que no entendieron la película pero decían haberlo hecho eran tachados de snobs. Y los que mentían de esa forma pero además se mostraban particularmente interesados en contarle su experiencia intelectual a sus amistades eran tildados de pedantes. Esta costumbre continúa hasta nuestros tiempos.
El florecimiento de esta industria alcanzó a todos los géneros y estilos de películas, desde la acción, con Sopa para tres (1970), Decime que no (1975), Quantum VI (1973), Chumbinazo (1972); pasando por el drama, con films como Dos policías y una ladrona (1971), Mi barrilete y vos (1976), El veneno del cuyucho (1973); hasta el siembre taquillero terror, con Chimbas (1979), Invasión chilena (1972), La Pericana (1973), La invasión chilena 2: ¿cachay la wea? (1974). Hubo además lugar para el humor, con películas de la talla de La segunda cebolla (1975), Bienvenidos a Chepes City (1970), Ignición prematura de la leña del asado (1979), entre otros títulos destacados. Algunos realizadores fueron incluso más allá y mezclaron los géneros, confundiendo aún más a los espectadores. Largometrajes como La segunda cebolla 2 (1979) navegan por el humor pero a veces atracan en los puertos del drama y de lo conceptual. Incluso la tercera parte, La tercera cebolla (1981), escapa a la gravedad de la dos anteriores y se desplaza hacia el melodrama romántico.
Pero hubo un género que sobresalió del resto y marcó a la población: el cine documental. Prácticamente no hubo aspecto científico, etnológico, faunístico, cultural e histórico de San Juan que no se haya documentado en celuloide por esta camada de realizadores. En las escuelas se proyectaban documentales al menos una vez a la semana, y era común que el prime time de Canal 8 estuviese cubierto por algún programa al estilo de lo que unas décadas después fue La aventura del Hombre. “El sanjuanino ama la veracidad; que alguien le cuente con certeza algo curioso. El mundo maravilla al sanjuanino y las técnicas cineastas han logrado sacar al cuyano de la modorra intelectual. Ir con los sobrinos al cine a ver cómo se aparean los guanacos y después comprarse unas Selecciones es la salida perfecta. San Juan es perfecto. ¡Viva la tonada, viva el zonda!”, dijo Mario Mundabi, director documentalista surgido de esta escuela.
El documental como género fuerte. El cine conceptual como el motor de la corriente cineasta. La cultura del análisis fílmico encarnada en la sociedad. Millones de pesos de ingresos y carreras e institutos nacidos al abrigo de este arte. Pero no todo dura para siempre.
En 1977 se asiste a un quiebre en la forma de hacer cine. Antes del terremoto las películas eran dentro de todo optimistas. Pero luego del sismo todo cambió: los personajes se tornaron dubitativos, ansiosos y visiblemente miedosos. Lo que en una escena era un peón enamorado y dispuesto a pelear con su patrón por el amor de su hija (De cosechadores e injusticias, 1978) en la siguiente no era más que un siervo aterrado que prefería su trabajo estable a luchar por amor. Al final de la obra el personaje se marcha a otra provincia entre tiritones y sacudidas bruscas e inexplicables de la cámara.
En Overoles, también de 1978, el hijo del medio de un matrimonio obrero no se termina de decidir entre continuar la escuela o comenzar a trabajar. Durante todo el film se aborda, desde la perspectiva del adolescente, los miedos e inseguridades de los propios cineastas a este San Juan de suelo movedizo. Lo mismo sucede con Vamos que se hace tarde, del año 79, aunque en este caso el trauma del terremoto en los realizadores se ve en el aspecto compositivo: cámaras inestables, tomas a mano alzada, zooms al estilo MTV, encuadres torticolescos seguidos por periodos de 20 a 30 minutos en donde la rigidez y el movimiento suave de la cámara generan ansiedad y tensión tanto en los personajes como en la audiencia; para luego, de repente, volver a las sacudidas y vibraciones.
El documental 10 años en San Juan, filmado desde 1972 hasta diciembre de 1981, es el mejor ejemplo de este “antes y después” en los realizadores: dedicándole media hora a cada año, el largometraje mostraría la evolución ideológica, social y cultural de la provincia hasta cubrir la década. Las primeras dos horas y media transcurren perfectamente entre lo ameno, lo dramático y lo reflexivo, intercalando imágenes de archivo y entrevistas con tomas muy cuidadas de la ciudad y el campo. Pero a partir del momento en que se llega al terremoto las escenas se tornan erráticas y el sonido se desfasa con respecto a la imagen. Hacia 1979 (minuto 29 de la tercera hora del documental) la pantalla sólo muestra líneas difusas sobre un fondo onírico. Se escucha la voz en off y a los entrevistados, pero lentamente se tornan difusos a medida que un bramido sordo gana el primer plano.
Traumados por el gran sismo, los directores fueron los primeros en ir abandonando la provincia a medida que cumplían con los contratos y proyectos. Los guionistas los siguieron luego de la evidente merma en la calidad de los productos. Hacia 1985 quedaban sólo los edificios y las bodegas reconvertidas en donde antes funcionaron los grandes estudios. Sin realizadores de renombre y con una estructura desguazada, el capital para producir los nuevos films emigró hacia otras latitudes industriales. Todo estaba perdido para el cine sanjuanino.
Hacia principios de los 90 nada quedaba ya de la estructura que un día supo marcar las tendencias mundiales en cuanto al séptimo arte. Los cines fueron muriendo lentamente y los pocos que siguieron en pie se rindieron ante el imperio hollywoodense. El propio Severino Balmundio explicó en 1997 en una entrevista radial las razones de este colapso, ente las que mencionó la incapacidad local de crear una cadena de formación de nuevos talentos, dependiendo entonces exclusivamente de ciertos cerebros foráneos; la falta de apoyo financiero, impositivo, logístico y de infraestructura del gobierno local; la corrupción de los camarógrafos (que será abordado en otro trabajo) y la sensación sanjuanina de creer que no podemos.

“¿Podemos qué?”, le preguntaron a Balmundio desde el estudio de Radio Colón, pero lo que respondió el investigador fue confuso, y como ya comenzaba la tanda prefirieron despedirlo.

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