La industria
cinematográfica sanjuanina vivió su época dorada hacia principios
de 1980. Los títulos locales competían a la par de cualquier film
foráneo tanto en calidad actoral como en argumental o técnica,
aunque los números de las taquillas no reconocieron tal mérito.
Este boom no fue casual ni espontáneo. No. Respondía a toda una
corriente de pensadores, hacedores y amantes del cine que se
instalaron en San Juan a fines de los 60 de la mano de Severino
Balmundio, el célebre investigador social.
Las razones que
llevaron a estos cinéfilos y cineastas a acomodarse en estas
latitudes son nebulosas, como casi todo lo que rodea a Balmundio.
Existen versiones que hablan de un asado que compartió con algunos
directores y productores en Carlos Paz, donde habría hablado
maravillas sobre una ordenanza municipal para impulsar la industria
del celuloide en Chimbas. Otro rumor le endilga al investigador
ciertas mentiras (ahora piadosas, vistas con la perspectiva del
tiempo) que llevaron erróneamente a muchos pensadores del cine a
creer que en la tierra del buen sol prosperaba una industria fuerte y
sustentable. Incluso, algunos detractores insisten en definir como la
razón principal del asentamiento de los cinéfilos a una apuesta que
habrían perdido. La naturaleza de tal desafío no escapó a los
embates del tiempo y parecería haber quedado sumida en el olvido; o
encerrada en alguna boca políticamente correcta que no quiere
manchar a nadie.
Pero dejando
esas cuestiones triviales de lado, lo cierto es que a partir de 1971
la presencia de estos eruditos se hizo notar en las producciones
cinematográficas locales, principalmente porque antes de su llegada
no se filmaban películas en San Juan. Pero más allá de este dato,
también hay que remarcar que los films nacidos en esta tierra
presentaban una calidad técnica destacable y una línea argumental
bastante cuidada. Los directores tenían mucho peso en la obra y cada
capricho suyo era dejado en el corte final. Los guionistas tenían
tanta libertad que las historias que se narraban eran fabulosas,
exquisitas.
La primera
producción local vio la luz en el otoño de 1971. Villicum,
tal es el nombre del largometraje, duraba tres horas y veinticinco
minutos y narraba la historia de un hombre parco y rudo que no dejaba
que nadie supiese de sus emociones. Ciertas damas agraciadas
pretendían conquistarlo pero él se mostraba frío y distante, no
obstante su alto perfil social y profesional. Cuando una joven se
enamora profundamente de él, cae derrotada por su hermetismo. El
paralelismo entre el hombre duro (el cerro Villicum) y las personas
que pretendían acercarse a él (la gente que quiere escalarlo) no
fue captado por el público. Muchos se preguntaban qué tenía que
ver el título con la historia, y en esto tenía mucho que ver que el
director, Estanislao Acosta, y los guionistas del film, que habían
ideado la trama una tarde de domingo que pretendieron escalar el
mencionado cerro y no pudieron. De ahí a hacer una película sólo
hay un presupuesto de distancia.
La segunda
producción sanjuanina en proyectarse fue Éfac, un film
altamente conceptual que mostraba en sus primeras imágenes a una
mujer tomando café en un bar céntrico. Los minutos iniciales
transcurren amenamente gracias a una fotografía impecable y a un
ambiente musical sublime. Pero la cuestión cambia cuando la taza se
llena a cada sorbo en lugar de vaciarse. El público caía en la
cuenta recién ahí que lo que iban a presenciar durante las
siguientes dos horas era una película pero al revés: se aprecian
personajes que llegan y se sientan cuando en realidad se habían
despedido y las charlas suceden con ademanes invertidos. La mujer no
habla en toda la película, aspecto que realza el murmullo de fondo
que no termina de saberse si está al revés o no. Para complicar más
las cosas, el film (que tiene introducción, nudo y desenlace
perfectamente reconocibles) termina con la misma mujer sentada
esperando a que le traigan el café. Muchos incautos creyeron leer en
esa idea un concepto rebuscado, algo como que la vida se nos pasa
entre espera y espera, o que uno puede abstraerse tanto en sus
pensamientos que prácticamente los demás pueden ir al revés y esto
no nos va a afectar. Pero estaban errados: la secuencia que muestra a
la mujer sentándose (entiéndase, parándose) y pidiendo un
café fue cortada intencionalmente para generar controversia y
confusión. La película sólo se trata de una mujer que llega, pide
un café y se lo toma, pero al revés. Arte puro.
El nivel de las
películas de la Escuela de San Juan fue creciendo con los
años y con cada obra. El cine francés y el sanjuanino era
indiferenciable. Sólo se sabía que estaba filmado en la provincia
cuando los actores pronunciaban las erres. La complejidad de las
tramas y de las técnicas de dirección alcanzó niveles soviéticos
para la primavera de 1976. El público directamente no las entendía.
Pero los ingeniosos siempre ven un buen puerto en cada adversidad, y
así nació un negocio paralelo de la complejidad fílmica: los
institutos de interpretación de cine.
Estos lugares
no eran otra cosa que academias con estudiosos y cinéfilos cercanos
a los directores y guionistas, que aprovechaban una amistad o
vecindad para lucrar explicando los filmes. Era usual que un
sanjuanino acudiera el sábado al cine, disfrutara de una película
local y durante la semana hiciera un curso para entenderla. Estas
clases implicaban un marco teórico y biográfico acerca de los
creadores de la obra, un visionado colectivo e individual del film y
una posterior exposición de lo aprehendido. Naturalmente la
evaluación final era sin nota, pero los profesores
calificaban a los cursantes: aquellos que no entendieron la película
pero decían haberlo hecho eran tachados de snobs. Y los que mentían
de esa forma pero además se mostraban particularmente interesados en
contarle su experiencia intelectual a sus amistades eran tildados de
pedantes. Esta costumbre continúa hasta nuestros tiempos.
El
florecimiento de esta industria alcanzó a todos los géneros y
estilos de películas, desde la acción, con Sopa para tres
(1970), Decime que no (1975), Quantum VI (1973),
Chumbinazo (1972); pasando por el drama, con films como Dos
policías y una ladrona (1971), Mi barrilete y vos (1976),
El veneno del cuyucho (1973); hasta el siembre taquillero
terror, con Chimbas (1979), Invasión chilena (1972),
La Pericana (1973), La invasión chilena 2: ¿cachay la
wea? (1974). Hubo además lugar para el humor, con películas de
la talla de La segunda cebolla (1975), Bienvenidos a Chepes
City (1970), Ignición prematura de la leña del asado
(1979), entre otros títulos destacados. Algunos realizadores fueron
incluso más allá y mezclaron los géneros, confundiendo aún más a
los espectadores. Largometrajes como La segunda cebolla 2
(1979) navegan por el humor pero a veces atracan en los puertos del
drama y de lo conceptual. Incluso la tercera parte, La tercera
cebolla (1981), escapa a la gravedad de la dos anteriores y se
desplaza hacia el melodrama romántico.
Pero hubo un
género que sobresalió del resto y marcó a la población: el cine
documental. Prácticamente no hubo aspecto científico, etnológico,
faunístico, cultural e histórico de San Juan que no se haya
documentado en celuloide por esta camada de realizadores. En las
escuelas se proyectaban documentales al menos una vez a la semana, y
era común que el prime time de Canal 8 estuviese cubierto por algún
programa al estilo de lo que unas décadas después fue La
aventura del Hombre. “El sanjuanino ama la veracidad; que
alguien le cuente con certeza algo curioso. El mundo maravilla al
sanjuanino y las técnicas cineastas han logrado sacar al cuyano de
la modorra intelectual. Ir con los sobrinos al cine a ver cómo se
aparean los guanacos y después comprarse unas Selecciones es la
salida perfecta. San Juan es perfecto. ¡Viva la tonada, viva el
zonda!”, dijo Mario Mundabi, director documentalista surgido de
esta escuela.
El documental
como género fuerte. El cine conceptual como el motor de la corriente
cineasta. La cultura del análisis fílmico encarnada en la sociedad.
Millones de pesos de ingresos y carreras e institutos nacidos al
abrigo de este arte. Pero no todo dura para siempre.
En
1977 se asiste a un quiebre en la forma de hacer cine. Antes del
terremoto las películas eran dentro de todo optimistas. Pero luego
del sismo todo cambió: los personajes se tornaron dubitativos,
ansiosos y visiblemente miedosos. Lo que en una escena era un peón
enamorado y dispuesto a pelear con su patrón por el amor de su hija
(De cosechadores e injusticias, 1978) en
la siguiente no era más que un siervo aterrado que prefería su
trabajo estable a luchar por amor. Al final de la obra el personaje
se marcha a otra provincia entre tiritones y sacudidas bruscas e
inexplicables de la cámara.
En
Overoles, también de 1978, el hijo del medio de un matrimonio
obrero no se termina de decidir entre continuar la escuela o comenzar
a trabajar. Durante todo el film se aborda, desde la perspectiva del
adolescente, los miedos e inseguridades de los propios cineastas a
este San Juan de suelo movedizo. Lo mismo sucede con Vamos que se
hace tarde, del año 79, aunque en este caso el trauma del
terremoto en los realizadores se ve en el aspecto compositivo:
cámaras inestables, tomas a mano alzada, zooms al estilo MTV,
encuadres torticolescos seguidos por periodos de 20 a 30 minutos en
donde la rigidez y el movimiento suave de la cámara generan ansiedad
y tensión tanto en los personajes como en la audiencia; para luego,
de repente, volver a las sacudidas y vibraciones.
El
documental 10 años en San Juan, filmado desde 1972 hasta
diciembre de 1981, es el mejor ejemplo de este “antes y después”
en los realizadores: dedicándole media hora a cada año, el
largometraje mostraría la evolución ideológica, social y cultural
de la provincia hasta cubrir la década. Las primeras dos horas y
media transcurren perfectamente entre lo ameno, lo dramático y lo
reflexivo, intercalando imágenes de archivo y entrevistas con tomas
muy cuidadas de la ciudad y el campo. Pero a partir del momento en
que se llega al terremoto las escenas se tornan erráticas y el
sonido se desfasa con respecto a la imagen. Hacia 1979 (minuto 29 de
la tercera hora del documental) la pantalla sólo muestra líneas
difusas sobre un fondo onírico. Se escucha la voz en off y a los
entrevistados, pero lentamente se tornan difusos a medida que un
bramido sordo gana el primer plano.
Traumados
por el gran sismo, los directores fueron los primeros en ir
abandonando la provincia a medida que cumplían con los contratos y
proyectos. Los guionistas los siguieron luego de la evidente merma en
la calidad de los productos. Hacia 1985 quedaban sólo los edificios
y las bodegas reconvertidas en donde antes funcionaron los grandes
estudios. Sin realizadores de renombre y con una estructura
desguazada, el capital para producir los nuevos films emigró hacia
otras latitudes industriales. Todo estaba perdido para el cine
sanjuanino.
Hacia
principios de los 90 nada quedaba ya de la estructura que un día
supo marcar las tendencias mundiales en cuanto al séptimo arte. Los
cines fueron muriendo lentamente y los pocos que siguieron en pie se
rindieron ante el imperio hollywoodense. El propio Severino Balmundio
explicó en 1997 en una entrevista radial las razones de este
colapso, ente las que mencionó la incapacidad local de crear una
cadena de formación de nuevos talentos, dependiendo entonces
exclusivamente de ciertos cerebros foráneos; la falta de apoyo
financiero, impositivo, logístico y de infraestructura del gobierno
local; la corrupción de los camarógrafos (que será abordado en
otro trabajo) y la sensación sanjuanina de creer que no podemos.
“¿Podemos
qué?”, le preguntaron a Balmundio desde el estudio de Radio Colón,
pero lo que respondió el investigador fue confuso, y como ya
comenzaba la tanda prefirieron despedirlo.
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